El almacén
Guillermo Peñalver ha organizado una pequeña secuencia que funciona como un relato congelado en varias escenas simultáneas, las cuales se hacen continuos guiños entre sí, envolviendo al espectador en un tiempo complejo que le rodea y finalmente lo envuelven.
Como es habitual en su trabajo, se trata de papeles donde el artista mezcla el dibujo tradicional (lápices de color, grafito de distintas durezas), con una versión muy refinada del collage (recortes, superposiciones y transparencias de papel y cartulinas). La singular factura en el trabajo de Peñalver, al borde del bajorrelieve, está dominada por un empleo minucioso, paciente y casi obsesivo de los detalles.
Las imágenes nos introducen en distintos espacios arquitectónicos neutros y casi abstractos que cobijan estatuaria de corte clásico. Interiores limpios, de paredes alicatadas con baldosa de un blanco brillante y suelos impolutos. Allí encontramos a sus protagonistas: figuras marmóreas en diferentes posiciones y situaciones, donde se vuelve ambigua su relación con el cuerpo humano vivo. No pocas de entre esas “estatuas” son ya sólo resto de lo que fueron, y en su desmoronamiento nos recuerdan, al modo de las vanitas, el paso del tiempo y la fugacidad de la belleza carnal y los placeres mundanos.
Peñalver incide en este asunto al conseguir que las figuras aparezcan y desaparezcan, fundiéndose con el fondo de las asépticas estancias de sus fondos. Lo que queda de la belleza clásica, de los cuerpos en piedra son sólo fantasmales siluetas y una carnalidad entrevista, dudosa.
No obstante, al cabo, la naturaleza como fuerza motora se abre camino en medio de esta “república de espectros” de manera voluptuosa y ubérrima mediante una idea de paisaje inesperada. Sobre los figurines de piedra trepan hiedras y enredaderas, crecen hierbas, matojos, silvas. La naturaleza invade y conquista la piedra inerte, deshecha, dotándola de un aspecto ruinoso. Una vez más, lo vivo y lo muerto se hacen por medio de esta metáfora visual prácticamente indistinguibles.