Y nos hicimos mayores

Un obrero en la construcción de relatos

Harás de mi cuerpo tu más preciado jardín.
-Edmond Jabès-

Todos los hombres son asesinos.
-Wallace Stevens-

“Nos habitan nuestras metamorfosis”, aseguraba Jabès, y Guillermo Peñalver se empeña en demostrarlo a lo largo de toda esta exposición, donde el hombre se transforma incesantemente, migrando de una forma a otra sin que medie, aparentemente, la función del sentido. Pero no es el capricho o la locura, ni los estados de la consciencia voluntariamente alterada, lo que empuja a la figura del artista y sus más cercanos (la madre, la íntima amiga, él mismo) a morir y renacer, descompuestos o sirviendo ya de abono para una naturaleza que los consume y devora. Y tampoco se trata del puro fluir de los significados, al modo de las operaciones surrealistas, lo que aquí se impone organizando la imagen. Entonces, si no hay pérdida del control ni abandono, si no es expresionismo ni sueño, ¿qué tipo de causa-efecto deberíamos buscar en las transformaciones que nos propone Peñalver?; ¿cómo opera, pues, su método particular de conexión entre las cosas que se amalgaman en sus imágenes?; o, por decirlo con pertinencia, ¿de qué naturaleza son sus estrategias textuales?

Quizá se trate de una suerte de “lógica del duermevela”, donde el terreno de lo deslizante nos permite todavía apoyarnos en la realidad y sus certezas, al tiempo que las somete a un cierto vaivén estroboscópico, un estar y no estar “ahí”… Eso explicaría, por ejemplo, la casi maniaca presencia del detalle (pelo a pelo, brizna a brizna) en su trabajo, así como la férrea sujeción al orden de la representación en estas escenas, de donde, por cierto, y para mayor inquietud nuestra, el hombre ha desaparecido. Metafísica “ausencia humana del hombre” en su mundo -tan delirante como minucioso, tan divertido como desasosegante-, que si para De Chirico remitía originalmente a una supuesta Era Terciaria, donde lo humano aún no había hoyado la superficie de la Tierra, en Peñalver es más bien, y no sin algo de ironía, sencillamente el “tiempo de la pausa”, que no el de la espera.

Los andamios vacíos, el pico y la pala abandonados, las tijeras de podar, la hormigonera y el camión, junto al resto de la maquinaria pesada, quedan momentáneamente en suspenso… Lo mismo que la construcción su significado. Los obreros aparcan sus útiles en la hora del bocadillo y se marchan al bar más cercano, o se tumban bajo la sombra de un árbol que ha quedado fuera “del” cuadro. Volverán en un rato a intentar domar esa naturaleza desbordante, ubérrima, que empuja el cuerpo de las mujeres a fundirse con el bosque y con el animal. La digestión de los obreros abre el apetito del paisaje, que todo lo engulle, y el jardín se convierte en selva. Selva selvaggia, en su totalidad entrañas y sin exterioridad posible. Todo se mezcla, todo se desborda, todo crece (“Y nos hicimos mayores”, dice el título), mientras tanta y tan proliferante actividad contrasta con la indolencia humana que se toma una pausa,su tiempo.

En las series inmediatamente anteriores de Guillermo Peñalver la naturaleza mostraba un carácter casi maléfico, acosando al hombre y amenazándolo de muerte. En estos últimos trabajos, sin embargo, se hace complicado saber si ésta consiguió algún momento su terrible objetivo, pues los personajes se nos muestran ya convertidos en parte de la misma, mineralizados: devienen paisaje. La giganta tumbada en la pradera es ella misma un terreno que conquistar (cuánta ambigüedad se desprende de la pilosidad de todas estas mujeres), que modificar o alterar, y en cualquier sobre el cual operar por parte de una actividad suponemos que de carácter masculino, disminuida y multiplicada, en cualquier caso ausente por el momento. Esos obreros de la construcción son reducidos a lo cómico por infatigable, y a lo carente de individualidad por voluntarioso en exceso, como los liliputienses de Gulliver o los Curris de Fraggle Rock, colectivos que aparecen en la memoria del artista al mismo nivel. Sin embargo la mujer, aún caída, degradada, ocupa unas proporciones míticas: como la giganta recién comentada; como esa figura maternal que preside el cabecero de la cama donde el propio Guillermo, transformado en una larva penosa, se echa también la siesta bajo su amorosa tutela; como la de su inseparable María A., tantas veces protagonista de los trabajos del artista, quien haciéndose mayor ella misma ha ido conquistando un cuerpo propio poco a poco, y por lo tanto distanciada, más autónoma. Por ahí la vemos, “peludita”, desnuda y ofrecida al hacer ahora de otras manos, de otros hombres, pero florecida.

Bueno, es que la naturaleza es indomable, dicen; las vegetación se desborda, las plantas de desmadejan, las cosas crecen sin parar… El alma escapa incluso de los cuerpos exhalando un último aliento en forma de mariposa o de polilla, como ya representaban antiguas tradiciones. Pero Guillermo se queda aún un rato más en la cama, refugiado en su envoltorio de pupa, sometido al misterioso proceso metamórfico de la transformación. Acabado su propio tiempo de espera se levanta, mira a todas esas mujeres, mira a esos hombrecillos y, sentándose de nuevo a la mesa con sus lápices que abarcan todo el espectro de durezas, con sus maravillosos papeles y tijeras de punta fina, sonríe.

Óscar Alonso Molina [Madrid, enero de 2014]